Época: FindeSiglo1
Inicio: Año 1875
Fin: Año 1900

Antecedente:
El arte como razón de vida

(C) Virginia Tovar Martín



Comentario

Desde 1886, año de la última exposición de los impresionistas, nos enfrentamos ya a un verdadero caleidoscopio de formas que se juntan y se dispersan y que van configurando una estética fin de siglo que no sabremos nunca si realmente existió o es que cobra forma a medida que la vamos creando. En 1886, en el salón oficial, se presentaba Puvis de Chavannes y G. Moreau en las galerías Goupil. En la 8ª Exposición Impresionista se expone La Grande Jatte, de Seurat, y también la obra de Odilon Redon. La disidencia había ganado adeptos. De ello se encargará Felix Fénéon (publica ese mismo año "Les impressionnistes" en defensa de la pintura científica del joven Seurat). Zola publica "L'Oeuvre", la historia del fracaso de un pintor impresionista. También en ese mismo año Jean Moréas lanza "El manifiesto del Simbolismo". Gauguin, que ha conocido a Van Gogh en París, ya sueña con el trópico, pero simplemente se va por primera vez a Pont-Aven; allí entrará en contacto con Bernard, quien se opone violentamente a Seurat. Bernard llegaba bien informado de las últimas novedades de París y empapado de simbolismo literario. Osado y exagerado, quería apartarse del realismo del trompe l'oeil. Color e invención sobre todo. Radical con cuanto ocupe nuestra vista en detrimento de nuestro espíritu. Como niños o incluso como dementes, pero sobre todo había que ver las cosas con una mirada japonesa. Retirarse a Bretaña, soñar con los mares del sur, creerse como Van Gogh, a su llegada a Arlés, que estaba en el Japón. Todo esto que nos cuenta unas vivencias fundamentales de la época parece chocar con esa otra visión del fin de siglo: la del esteta y del decadente, la vida ficticia, las liturgias, la dorada jaula de oro de Des-Esseintes.
Y es que no se entendería la época sin adelantarnos sólo dos años: a 1884, año en que Huysmans publica la novela "À rebours". El protagonista, el refinado duque Jean Floressas des Esseintes, enfermo de hastío, decide retirarse de un mundo en el que sólo lo productivo y lo rentable tiene valor y vivir "a contrapelo del sentido común, del sentido moral, de la razón, de la naturaleza". Decide crearse un entorno en el que reine la artificiosidad, la vida ficticia. Su existencia transcurre dedicada a los placeres de la literatura, la música, la pintura, los olores, los licores, las piedras preciosas y las flores artificiales; obsesionado y entregado a la búsqueda de la intensidad estético-emocional. El libro se ha considerado como la Biblia del decadentismo, la radiografía del fin du siècle.

Si antes hablábamos de un cierto malestar contra la tiranía impuesta por los impresionistas que obligan a contemplar lo cotidiano, atados a la naturaleza y a sus cambios, en la novela de Huysmans vamos a encontrar una verdadera proclama para que la naturaleza sea reemplazada por el artificio: la belleza, la exquisitez, el refinamiento era fruto de la artificiosidad. Reacción contra lo mediano, lo burgués, lo mesurado, lo comedido. Busca alejarse de lo cotidiano y evitar que las cosas tengan un solo sentido. El elogio del maquillaje de Baudelaire no es sino un antecedente del credo de "À rebours".

La búsqueda desesperada de la belleza, obsesión de amor al arte por sí mismo -L´art pour l'art- es valorada también porque devuelve al hombre a la primigenia simbología, a lo irracional, a lo infantil, a la inmediatez del niño, del primitivo, del soñador. Ello hace al artista un ser decadente en cuanto se siente fin, pero sabe que será irremediablemente principio de algo. Maragall habla de una necesidad de "descomposición orgánica que inevitablemente trasciende a fecundidad y cómo la descomposición de los espíritus será a la vez gérmenes de futuras reconstituciones". Hay una extraña reacción ante ese proceso necesario. El decadente, el hombre fin de siècle es un ser extenuado, pero no insurgente, pues en el decadentismo hay una actitud de aquiescencia. Todos quieren, como decía Ibsen, "arrancarle las mentiras a la burguesía" y, para ello, eligen la actitud del distanciamiento: yo no soy uno de ellos. Van Gogh y Rimbaud habrán tenido un sueño de redención, Gauguin se pierde en el Pacífico, Rousseau, el Aduanero, será un artista virgen y primitivo en el corazón de París y Toulouse-Lautrec apostará desde la noche por lo reprobable. Khnopff elegirá la jaula de oro. Todos ellos se marginarán socialmente (si bien muchos de ellos no serán marginados en sentido social, tendrán sentimientos antisociales). En unos: "el dandi decadente, encontraremos espiritualismo, misticismo, simbolismo, erotismo, satanismo: un mundo de lirios disecados, de flores venenosas, de hermafroditas y bellezas malditas, de histeria y de libidinosidad, en ellos no hay más que un proceso de fosforescente descomposición de lo que ya, desde hacía tiempo, había dejado de existir" (De Micheli). En otros es indudable una actitud de rebelión más crítica, más social: Ensor, Munch, Van Gogh y el mismo Gauguin sufren con a pesar de su extrema soledad, de su drama interior. Los puros decadentes se sabían contaminados y habían decidido llevarlo todo hasta sus últimas consecuencias: tradición, romanticismo, sueño, vicio, alma, cansancio. Los otros, los involucrados, se creían capaces porque llegaban al grado cero para poder reiniciarse con más fuerza o más bien reiniciarlo todo. De su optimismo surgirá lo que hemos convenido en llamar las vanguardias históricas: aquéllos que se sitúan los primeros y que deciden ir porque parten de un terreno virgen. Lo han arrasado todo para no tener que reconstruir, sino construir.

En este complicado fin de siglo, cosmos compuesto de microcosmos, creo que hay un punto en el que no cabe la disensión: el artista se hizo dios. Y logró crear un universo paralelo. Ya no tenía que representar la naturaleza, ni interpretar lo cotidiano: "Un pequeño consejo -decía Gauguin-: no copies demasiado la naturaleza. El arte es una abstracción; deriva esa abstracción de la naturaleza mientras sueñas ante ella, pero piensa más en la creación que en el resultado. La única manera de elevarse hacia Dios es haciendo lo que hace nuestro divino maestro: crear". El artista que ha conquistado la libertad expresiva, la libertad creativa, hace que se desarrolle un lenguaje autónomo basado en la artificiosidad. Y ello en varios sentidos. En primer lugar, libertad de contenidos, pero también de realización plástica. El artista, además, ha de ser capaz de crear una obra de arte total y cuidar de todos los detalles: había nacido el creador en el estricto sentido de la palabra. No olvidemos que el propio Oscar Wilde había intuido esa liberación: "El arte es siempre más abstracto de lo que imaginamos. La forma y el color nos hablan de forma y de color, y eso es todo". La imagen da a conocer un mundo de formas y colores que la narración había postergado. Riegl dice: "Toda creación plástica del hombre no es en el fondo más que el resultado de una competencia creativa con la naturaleza" y define la obra de arte como "una aparición de las cosas como forma y color en un plano y un espacio". La obra de Klimt ejemplifica también la crisis de la representación, la valoración de los elementos formales e incluso el cuestionamiento del propio espacio tradicional. Es lugar común referirse a la frase de M. Denis y hallar en ella un precedente en la lucha por la emancipación de los medios plásticos, un reconocimiento de la fuerza objetiva del lenguaje plástico: "Un cuadro -antes de ser un caballo de guerra, una mujer desnuda o alguna otra anécdota- es esencialmente una superficie cubierta con colores distribuidos según cierto orden". Recordemos también los consejos que Gauguin daba a Serusier en "El bois d'amour", mientras pintaba un paisaje en la tapa de su caja de puros. Había que arriesgarse y si una sombra se veía un poco azul no tener miedo de pintarla "tan azul como sea posible". Cézanne considera el arte "como una armonía paralela a la naturaleza". Cuando Dujardin se atreve a formular algunos de los principios de la pintura simbolista se adelanta a lo que será uno de los aspectos más revolucionarios del arte del siglo XX (el artista no representa, sino presenta). Dice: "¿Por qué volver sobre los miles de detalles insignificantes que percibe la vista? Es preciso seleccionar el rasgo esencial y reproducirlo o, mejor dicho, producirlo". Todos estos ejemplos nos demuestran que el siglo XX no tiene más que seguir un proyecto ya esbozado: el de la autonomía del lenguaje artístico.

El compromiso con la naturaleza era necesario, pero ya no entendido como simple aproximación a su apariencia, sino como un deseo de estudiarla y desentrañarla. Era más una identificación con la vida, con la biología, con el desarrollo de los seres vivos, con el movimiento y los principios cosmogónicos, una atención a los cuatro elementos, a la concepción y a la muerte. Naturaleza profunda más que superficial. Schmutzler habla de un romanticismo biológico, como de una añoranza de empezar de nuevo ("...desde la proeza de Darwin, contemplamos el mundo a la luz de sus enseñanzas... y surge una estética moderna en la voluntad de nuestro tiempo", decía en 1899 el barón Eberhard von Bodenhausen). Se sabe que Beardsley tenía conocimientos de tratados de embriología, que Herman Obrist había estudiado medicina y ciencias naturales, que a Ensor su amiga Rousseau le había aficionado al microscopio, que el botánico Armand Clavaud había asomado a Odilon Redon al mundo de los seres unicelulares. Núcleos protoplásmicos, primeras unidades orgánicas de la vida, aparecen en la casa Batlló de Gaudí y Munch rodea de espermatozoos a su Madonna.

Si tuviéramos que establecer, pues, una normativa que definiera aquello que es prototípico del movimiento, podríamos convenir fácilmente en que la línea invade todo el fin de siglo. Incesante en su fluir, no se trata de un elemento estático, está concebida como trayectoria siempre en movimiento. Se parte de la naturaleza, pero se juega con la abstracción, se estiliza y la representación deja de ser naturalista para convertirse en alusiva y analógica.

La línea modernista es tallo que crece agitado por el viento, languidece y muere, o llama incesante que proviene de los infiernos de W. Blake, o libélula, o cuello de cisne, cabellera de mujer, larva, medusa, látigo que se enredará en los cuerpos de deslavazados andróginos, cola de sirena, mujeres apanteradas, mórbidas, flexibles, atrapadas en telas de araña. Las curvas en movimiento quedan trazadas por las danzas del velo de la bailarina Loïe Fuller, involucrando así todo un ritmo fin-de-siglo.

También la línea es silueta. Reconocemos la época por la precisión de la línea (todo lo contrario del arte impresionista). La fuerza expresiva de los contornos en Toulouse-Lautrec, la agudeza de los perfiles de Beardsley, Toorop, Behrens, Moser. El ritmo, el latigazo -coup de fouet- invadirá la época. La valoración de los contornos y la bidimensionalidad dan forma a un arte que parece en muchos casos desconocer el espacio y la fuerza de la gravedad, que huye del mundo tridimensional, de la apariencia, que desdeña la plástica, el modelado. No podemos seguir adelante sin hablar del Japón.

Ya Baudelaire, Manet, Degas, Whistler se habían entusiasmado con las cromoxilografías japonesas que se utilizaban como papel de empaquetar. Poco a poco se fueron abriendo tiendas en las que se vendían trabajos japoneses. En 1862, el Japón acude por primera vez a la Exposición Mundial de Londres. La importación de productos japoneses, tejidos y artesanía, fue creciendo en importancia. En 1888 S. Bing edita la serie "Tesoro de formas japonesas", en alemán, francés e inglés, que pronto se convertiría en una especie de guía-manual del nuevo estilo. Ese mismo año Louis Gonse escribía, refiriéndose al arte japonés: "Una gota de su sangre se ha mezclado con la nuestra y no existe fuerza en la tierra que pueda separarla de nuevo". Casi podríamos afirmar que quien llevará en sí ese mestizaje y lo contagiará a los demás será James McNeill Whistler. A partir de entonces, los grabados de Utamaro y los pájaros de los abanicos de Hokusai, al pie del Fujiyama, el trazado lineal de los contornos, sin espacio ni sombras, los vacíos y los adornos desplazados a los bordes, los tonos claros, las figuras positivas en blanco sobre un fondo coloreado, irán configurando una mirada japonesa responsable de buena parte de la imagen visual de una época.